Instinto

Esto no da para más. Te juro que no quiero ser cruel. Sé que no nos conocemos mucho aún, que dos meses chateando y un encuentro cercano del cuarto tipo no pueden justificar nunca mi decisión. Pero aunque parezca apresurada, no lo es.

No lo es porque una vida entera de sufrimiento me hizo tener una sensibilidad especial para estas cosas, no soy ciega, ni soy ni me voy a hacer la tonta. No me voy a desentender de lo que veo y oigo. Yo reconozco esos gestos hasta de lejos.

Mi viejo era un violento de la vieja escuela: La cagaba a palos a mamá por cualquier cosa. Absolutamente por cualquier cosa, eh. Te hablo desde una repisa con polvo hasta la esquina de una tostada quemada de más. Una vez hasta llegó a fajarla en su cumpleaños.

A nosotros tres −a Emilio, a Helena y a mí− se contuvo de fajarnos hasta los diez años más o menos. Gritaba furioso, cada vez que nos mandábamos alguna, que nos iba a hacer mierda, que no le importaba ir en cana. Pateaba muebles, le pegaba a la pared o le echaba la culpa a mamá por nuestras acciones y cobraba ella por nosotros.

¿Te acordás de Mazinger Z? Era nuestro héroe, qué te cuento… Hasta soñábamos que un día iba a venir a rescatar a mamá. Que metería su puñote por la ventana y se la llevaría, como una especie de King Kong de metal. Emilio tenía uno que le regaló su madrina cuando cumplió nueve, hacía luces y largaba el puño apretando un botón. Todos queríamos jugar con él.

Cuestión que una vez estaba jugando Estudiantes con Gimnasia y nosotros tres estábamos peleando por el Mazinger. Para qué… Dio un golpe sobre la mesa y cuando nos miró con los ojos inyectados en fuego, pensé que nos mataba… Pero en cambio, agarró en muñeco y lo tiró con todas sus fuerzas contra el estante de los vasos. La puntería hizo que estallaran todos al mismo tiempo y llovieran vidrios por todo el comedor. Se arrellanó en el sillón nuevamente y sin mirarnos, sentenció “vuela una mosca y hago cagar el televisor también”. Ni se dio vuelta a ver cómo Helena sangraba: le había caído un vidrio en la cabeza y se pasó la mano. Resultado, la mano y la frente cortadas.

Por eso yo sé, por eso ese gesto tuyo me parece un indicio más que suficiente. ¡Los conozco como si los hubiera parido! ¡Y los parí!

A los diez −bah, en realidad a mis trece, los once de Helena y los diez de Emilio−, te decía, empezamos a cobrar lindo y parejo. Ahí sí: ¡guay si dejabas una media tirada o si hablabas durante el partido del Pincha! Era casi inmediato, se sacaba el cinto y agarrate Catalina…

Creo que no hay mucho más que decir. Acá tenés de prueba mis cicatrices y a mi papá preso, como te conté. Por eso te imaginarás que así no puedo seguir. Tengo treinta y tres años y llevo al menos veinte conteniendo a mis hermanos, defendiéndolos, consolándolos y supliendo las carencias y la inacción de mi mamá.

Cuando al mozo se le cayó la bandeja y te pusiste en posición fetal, agarrándote la cabeza y temblando, supe que lo nuestro no puede ser. Ya lo había empezado a sospechar cuando te negaste a apagar la luz en el telo. Y cuando no quisiste contarme cómo te hiciste la cicatriz en la ceja.

Yo no quiero volver nunca más a ocupar el rol de madre, ya tuve suficiente de eso. Te pido que borres ya mi número. Te deseo lo mejor y te aseguro que en Tinder hay muchísimas mujeres con instinto maternal o alma de psicóloga. Conmigo la erraste feo, lo siento mucho.

Coti Molina
IG: @cotimolgo